SOLARIS

Fue un verano interminable, sentada frente al mar, un océano similar al de novela Solaris que por aquél entonces estaba leyendo.

No podía dejar de pensar en ti, mezclando en mi cabeza la soledad de un planeta que era un mar infinito con la infinita ausencia tuya.

Leí la novela como una especie de tributo a ti, mi querido soñador. En casa tenía la colección de libros que me habías dejado, todos de ciencia ficción y para colmo en inglés. Gastadas novelas de segunda mano, que pedías a Amazon, aparecían en mi casa y yo puntualmente te trasladaba. Ellas llenaban tu añoranza del idioma y tu imaginación aventurera. Todavía no las he leído, ni creo que lo haga nunca. Me basta con cogerlas, tenerlas un rato en las manos e imaginar tu mirada sobre ellas.

Solaris, el sol, el océano, la eterna inmensidad, pero sobre todo, la soledad.

El día que te fuiste fue el peor de todo el verano. Estuve temiendo ese día durante meses. Quería alargar el tiempo, dilatar al máximo cada uno de los segundos que estábamos juntos, pero cronos es el gran devorador y no podemos nada contra él. Me angustiaba la certeza de que jamás volvería a verte en mi vida.

Me pediste que te llevara con el coche al aeropuerto. Mientras conducía, notaba tu mirada sobre mí, como si quisieras recordarme eternamente. Mil veces quise gritarte “no te vayas” y mil veces murió el grito en mi garganta.

Nos abrazamos en silencio y nos dijimos adiós. Vi la emoción en tu rostro mientras yo me aguantaba las lágrimas que pugnaban por salir. Fue un breve instante, para qué alargar el dolor.

Luego a solas, en el coche, lloré como nunca había llorado por nadie.

Y me pasé el verano junto al mar, con un libro en las manos, añorándote.

 

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